UNA HISTORIA CON CUATRO BRAZOS

Harina, libros, cuerdas de guitarra, tierra, yerbas, máscaras… ¿Qué resulta si agregas esto a una vida humana? Esa paleta  de colores es la mía.

Fue en una conversación frente a las imponentes montañas del fin del mundo cuando me di cuenta. Recién despertaba en mí la capacidad de imaginar un proyecto de vida. Habíamos cuatro amigos y una guitarra en la cabaña, entre el río y la carretera. Empezaban a brotar en nuestras biografías, los temas difíciles. El de esa tarde: ¿dónde estarás en 10 años más? ¿Cómo quieres vivir? ¿Cuál es el escenario donde deseas desplegar tu vida?

En ese tiempo no alcanzaba a mirar mucho más allá de mi propia nariz, por lo que sólo recuerdo mi propia respuesta: en el campo, en un valle entre las montañas, lejos de la ciudad, cultivando nuestra comida. Los incipientes adultos hicieron la pregunta pertinente “Ya, pero qué quieres hacer, ¿a qué te quieres dedicar?”. Creo que hubo un corto silencio antes de mi escueta respuesta: “A lo que haga falta”.

En ese entonces no sabía nada del mundo. Ni del mundo natural ni del social. No tenía experiencias para elaborar más mi respuesta. Con mi idealismo me bastaba y me sobraba hasta abrumarme, a decir verdad. Vivían en mí incontables conflictos, miedos y creencias que ya quedaron atrás, pero la esencia de esa respuesta no me ha abandonado en más de una década: “lo que haga falta”.

Lo que sí tenía era la experiencia de aprender, la satisfacción de perseguir metas y alcanzarlas, de esforzarse y avocarme a lo que hiciese falta a pesar de no tener ganas (eso que llaman “fuerza de voluntad), en dirección a un objetivo. Y también la experiencia contraria: no hacer lo necesario y no conseguir lo que deseaba. Supongo que eso sostenía en parte la respuesta: ya tenía la experiencia de no saber nada respecto a un ámbito,  careciendo de toda habilidad previa, y tiempo después ser relativamente competente y hasta destacado socialmente en ello. Lo había vivido con el atletismo primero, y con la música después. Mi contexto me favorecía en muchos sentidos, me limitaba en otros, pero esta experiencia vital fundamental, ya tenía un lugar en mi percepción de la realidad.

La respuesta de aquella tarde frente a las montañas ha marcado el rumbo de mi vida. No soy un especialista, soy un manto de aprendizajes que he ido cultivando con un sueño difuso como brújula: el del campo, las montañas, la autonomía, la pertenencia a un grupo de personas que se eligieron mutuamente para convivir.

 Soy un enamorado de las habilidades “genéricas”, esas competencias propiamente humanas que hacen de base a todos los oficios específicos de la vida social: la perseverancia, el aprendizaje, la motivación, las emociones, los instintos, la creatividad, la comunicación, puestas al servicio del crecimiento personal y la convivencia humana. Y sí, ya me desenmascaré, terminé por estudiar psicología.

Pero la psicología no fue lo primero. Mi antesala fue un ámbito mucho más amplio, aunque lo comencé a aprender en un círculo pequeño: el yoga. Atención: no fue en la “yoga-studio-culture”, que representa algo bien diferente a lo que significa el término original. Una de las grandes virtudes de mi maestro de yoga es decirlo simple: la palabra yoga (que significa “unidad”, “unir”) se usa tradicionalmente para designar lo bien que lo hace alguien en algo en particular, sumando a esto una connotación de realización espiritual. “él ha logrado el yoga de la música, de la danza, de las asanas”, refiriéndose a que cuando la persona hace eso, “vibra” de tal modo que se conecta con el cosmos, por decirlo de alguna manera. El arte principal del yoga es, por supuesto, la meditación. He aprendido distintas prácticas, la meditación al centro de ellas, relacionadas tradicionalmente al yoga,  pero como es una cosmovisión que se practica momento a momento ante cada experiencia, ha permeado toda mi vida hasta sus rincones más íntimos.

Imaginarás que esto del yoga no ayudó mucho a “enfocar” a la respuesta de la montaña, sino a profundizarla. En vez de enfocar un destino específico, amplió el horizonte. La esencia de la respuesta de la montaña concierne a simplemente vivir armoniosamente con otros, pero el yoga le dio el calificativo esencial para que tenga sentido: vivir conscientemente, en relación íntima con los ritmos de la naturaleza y el cosmos.

Esta historia tiene cuatro brazos. El yoga y la psicología son  dos. La salud y los oficios son los otros dos.

La salud es una de mis pasiones. Mi interés incluye la salud mental, pero no se limita a ella, porque eso de “mental” es una categoría de análisis y como tal, es una línea sobre una realidad que carece de líneas divisorias. Antes de psicólogo, estaba de cabeza en la medicina natural, y desde entonces me he paseado por distintas corrientes, de las cuales no podía hasta hace muy poco hacer una síntesis que me hiciera sentido. La medicina integrativa me ordenó más de una década de descubrimientos y experiencias personales levemente conectadas entre sí.

Por supuesto, mis experiencias son una mota de polvo al lado de la de los precursores de la medicina integrativa y del movimiento social y académico al que pertenece, que con la evidencia de sus laboratorios y sus clínicas han empujado a un costado la histórica resistencia cultural a prácticas como la alimentación basada en plantas, la fitoterapia, la suplementación nutricional, el ayuno, la meditación y tantas otras sencillas y efectivas estrategias para restablecer la salud, que hoy son tratamientos validados por la ciencia en numerosas condiciones de salud.

El oficio de psicólogo integrativo ha evolucionado lentamente a lo largo de mi vida y mis relaciones, y hace relativamente poco floreció a la luz pública, cuando percibí con claridad la necesidad de mi aporte.

Esto me lleva finalmente, al cuarto brazo de mi vida, que crece junto a los tres anteriores: el aprendizaje de artes y oficios. Como dije en un principio, no soy excelente en nada en particular. Lo que no dije aun, es que he desarrollado habilidades básicas en numerosos ámbitos del vivir, y esto es comprensible si consideras que soy un adicto a ese sinuoso “camino del aprendizaje”.

Me gusta decir que como psicólogo, soy muy buen músico, pero que como músico soy un buen panadero, aunque como panadero escribo bastante bien, si bien de escritor me iría mejor como jardinero, aunque mejor sería hacerlas de adobero, a pesar de que como adobero sería muy buen yerbatero, aunque tal vez mejor de profesor… y el cuento cambia según lo que se me venga a la mente, imaginarás.

Hasta hace unos años, solo contaba con la referencia cultural de Leonardo para mi síndrome, hasta que afortunadamente me presentaron una más cercana: Angelo de Gubernatis, algo así como mi tátara-tío. Doce veces nominado al premio Nóbel, sigue representando en cierto modo la excelencia, pero al mirar su obra, es notable su síndrome leonardiano: botánico, orientalista, profesor de sánscrito, historiador, poeta. Nunca le dieron el premio, así que consideremos que es un mortal, como nosotros. Soy un descendiente de su especie. Amo y padezco esto que en la psicología positiva llaman “amor por el aprendizaje”. Lo amo porque me levanta tempranísimo y activa todo mi ser, y lo padezco porque a veces sobrepasa mi perseverancia y mi capacidad de prestar atención a las rutinas diarias. Es un vaivén sobre el cual salto y me equilibro.

Así, he incursionado e  incursiono en artes y oficios como el deporte, la música, el arte, el teatro, el herbalismo, el yoga, la psicología, el nomadismo, la docencia, el senderismo, la permacultura y, el último de ellos, la panadería. Mi sustento, de hecho, durante años provino de la pequeña comunidad de personas que compran mi pan recién horneado, y si bien lo intento hacer cada horneada mejor, no soy panadero y quizás nunca lo sea. Aunque posiblemente, sé más de la bio-química del pan que algunos verdaderos panaderos, porque me apasiona mucho más la consciencia del proceso que la excelencia del resultado.

Del mismo modo, no seré tan carpintero como mi abuelo, si no que la madera y sus posibilidades me darán regalos insospechados que trascienden en mucho los resultados materiales que podré conseguir.

Mi camino a un resultado, como ves, es el camino largo, porque lo vivo con atención y  consciencia plenas. Esto quizás me condena a ser un eterno aficionado en muchas cosas, pero también me permite una integración mayor de cada aprendizaje y la consiguiente habilidad para empatizar y comprender a los demás, en sus propios aprendizajes y procesos vitales.

Todos somos una variedad única de experiencias y aprendizajes. Eso, en gran medida, configura nuestra identidad actual, a través de la cual percibimos el mundo. Todo lo que haces puede servir de metáfora para mirar desde otro ángulo tus experiencias, sobre todo aquellas que vivimos como “malas” o “indeseables”. Las artes y oficios que involucran la mente y el cuerpo en un acto creativo, son un recurso invaluable para la vía de la autorrealización y a su vez, son expresión unas de otras, porque son expresión de una identidad cambiante de la cual hacen parte: uno mismo.

Ahora bien, si todas esas habilidades las pones al servicio de los demás, el cuadro se completa. Todos somos una red única de conocimientos y habilidades. Cuando tocas un vértice de esa red, conectas con la red completa, y todo cuanto alcanza. Así es conmigo, como con todos. Por eso, enlistarte los diplomas que he conseguido no te daría ni una pista de qué fluye en mis manos y dónde pongo mi atención.

¿Logré dibujar en tu imaginación qué sucede si juntas harina, libros, cuerdas, tierra y te sientas a respirar, en una vida creativa impulsada por servir en “lo que haga falta” a la comunidad a la que perteneces?  

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