UN ANIMAL DE SENTIDO

Me pasa todo el tiempo, pero recuerdo la primera vez en que fui consciente de ello, en que lo viví plenamente. Fue en el sendero de las acequias de Poqueira, en España. Fuimos de paseo a un pueblo encalado, en medio de las montañas andaluces. El bus serpenteó entre una cuesta y la otra, subiendo, subiendo, hasta que llegamos. No sabíamos qué haríamos pero ahí estábamos, caminando calle arriba. La calle luego se convirtió en camino de ripio y luego en sendero. Simplemente avanzamos, y en algún momento decidimos que llegaríamos al refugio que varios carteles señalaban, aunque ninguno indicaba la distancia restante. Esa caminata fue hasta ahora la más memorable de mi vida, por varios eventos que quiero comentarte.

El primero sucedió al comienzo, poco después de empezar a recorrer el sendero propiamente tal. A nuestro lado pasaban personas de vuelta del refugio, del todo equipadas con la ropa brillante, los lentes, las mochilas, las varas de trekking, todos esos implementos propios del deporte. Nosotros, por supuesto, cargábamos mochilas incomodísimas, con zapatillas inadecuadas y encima no teníamos idea de donde estábamos. Bueno, en ese contexto, caminamos con seguridad hasta el primer bifurcamiento…  ¿El camino de arriba o el de abajo?

Siendo una decisión tan simple, tuvo una carga simbólica insospechada. En mí, esa pequeña decisión caló profundo. De pronto sentí que elegía. No sé como plasmarlo en un texto, quizás en mayúsculas:

EN ESE MOMENTO, YO ELEGÍ QUÉ CAMINO TOMAR.

Es una idea simple, suceptible a muchos análisis intelectuales, pero la experiencia misma que quiero transmitir, no es intelectual. Las palabras apenas raspan su superficie. Es una vivencia de responsabilidad, de una profundidad que no alcanza el lenguaje.

Cuando digo responsabilidad, me refiero a la responsabilidad personal, pero con un peso que trasciende lo personal. Para que lo sientas, volvamos a la montaña. Yo no estaba solo, estaba con alguien con quien luego forjaríamos una hermosa amistad. Éramos cercanos, aun habiendo nacido en circunstancias y geografías distantes. Luego descubriríamos afinidades que tejerían nuestra relación de un modo muy especial. Éramos los dos frente a la decisión, pero recuerdo que yo sentí la responsabilidad de tomar el camino que seguiríamos juntos. Este es el sentido fácil de entender cuando digo que la experiencia trascendió “lo personal”.

Hubo aún otra dimensión de trascendencia que quisiera esbozar, que es la dimensión del sentido. Un alcance que supera los límites de la individualidad para abrazar no sólo a otros, sino además al mundo. ¿Qué mundo? Una entidad más amplia que el Yo y el grupo al que pertenece. Me atrevería a decir que es incluso más amplia que el mundo humano y el natural. Es ante todo, una experiencia de profunda integración entre todo lo que uno es, incluso de aquello que escapa a nuestra consciencia. Una experiencia cumbre, dirían algunos.

Pero regresemos al sendero otra vez. Es allí donde ocurrió esta experiencia, que me acompaña desde entonces en pequeñas y grandes desiciones.

Luego de ese primer momento, comenzó la travesía, que fue generosa en cantidad y calidad de paisajes, algunos de ellos abrumadoramente vastos. Los que gustan de las montañas, saben de qué hablo. Los paisajes interminables con horizontes más anchos que tu vista, generan una sensación muy especial, de una calma hermosa, pero brutal. Digo brutal, para entrar al segundo momento significativo.

No nos conocíamos mucho con mi compañero de ruta. Acaso habíamos charlado un par de veces, unas cuantas horas, compartido algunos buenos momentos, pero no mucho más hasta ese entonces. Fue frente a ese paisaje abrumador donde compartimos un primer momento profundo. Pasa que para llegar a esa dimensión del sentido que ya comenté- y que intentaré seguir esbozando – muchas veces hay que atravesar los pensamientos y las emociones, esas dimensiones llenas de memorias tantas veces dolorosas. Frente a  la vista monumental  y su silencio penetrante, mi amigo rompió a llorar. Sin palabras, compartimos un momento de lágrimas sin preguntas, lágrimas de alivio de esas cargas invisibles que cada uno lleva consigo. La naturaleza, sobre todo cuando es exuberante, hace esas cosas.

Es una vibración que nos sintoniza en una frecuencia donde nuestras creencias y convicciones desaparecen, para dar espacio a la totalidad.

Quizás también ayudó el cansancio y el agotamiento físico a esa liberación, otro elemento que debilita nuestras defensas mentales, a veces en situaciones inconvenientes, pero también, como ésa vez, en momentos propicios.

Fue ante todo un instante de liberación y de intimidad, no sólo para cada uno y entre nosotros, sino con ese “algo más”. Fueron minutos que aportaron al sentido, a la energía, a la sensación que se iba construyendo a lo largo de la aventura.

El tercer momento que quiero traer a la mano no fue tan repentino ni espontáneo. Fueron las últimas horas, antes de llegar al refugio. Como dije, no teníamos idea cómo era el refugio ni cuánto faltaba, y las personas que  vienen en sentido contrario del sendero, siempre son muy inexactas en sus comentarios. Una dice “¡ánimo, falta poco!” poco antes que la siguiente diga “¡apúrense que todavía queda!”. Habrán sido unas tres o cuatro personas las que pasaron esa vez, y sólo sirvieron para saber que no estábamos perdidos, que elegimos bien el sendero en todas sus bifurcaciones.

Cuando avanzas en una dirección y un destino inciertos, de los que no tienes ideas preconcebidas, sólo algunas borrosas palabras transmitidas por otros, te llenas de ansiedad.

Así fue: estábamos exhaustos, era primera vez frente a una situación así, habíamos caminado demasiadas horas como para regresar, no habían lugares protegidos del viento donde acampar y comenzaba a hacer frío, mucho frío (eran comienzos de primavera)… nos llenamos de ansiedad y temor.

Hasta que encontramos la estrategia para seguir adelante: elegir alguna cosa que veíamos a lo lejos y decir “ése debe ser el refugio”. Cuando descubríamos que no era tal, entonces “atrás de esa loma está el refugio, seguro”. Al principio fue espontáneo e ingenuo, pero después de las primeras decepciones, se volvió intencional y hasta divertido. Era como escapar corriendo de la desesperanza y el miedo, afirmándonos de fugaces quimeras.

Ese día es un recuerdo valioso, porque lo tengo bajo la manga cada vez que pierdo el rumbo.  

Sé que mis emociones necesitan una meta a la cual aspirar, no importa cuál. Es así para todos. Los pensamientos son la leña de las emociones. Cuando en mi vida me frustro y todo pierde color, dentro de mí tengo un animal entrenado para oler alguna dirección, sin que mi voluntad intervenga, y correr hacia ella, arrastrando consigo a mis pensamientos y avivando con ellos el fuego de mi motivación. Es una especie de instinto, por eso le llamo animal, pero no siempre se comportó del mismo modo, por eso digo que ese animal está entrenado.

Ese animal existe dentro de todos, pero no siempre corre a favor de nuestros propósitos ni nuestro bienestar. Corre hacia donde esté acostumbrado, en busca del sentido que prefiere. Si frente a muchas frustraciones no lo encuentra, pierde la esperanza y se hunde hacia la depresión. Los psicólogos llamamos a eso desesperanza aprendida.

Ahora bien, hay muchas veces que ese animal corre hacia donde le enseñaron, pero resulta que no fuiste tú quien se lo enseñó. No notaste cuando alguien más lo entrenaba (tu ambiente social) y resulta que has corrido con él hasta un momento y un lugar en tu vida que no deseaste nunca.

Si tus circunstancias son cómodas o incómodas, no es especialmente relevante para este asunto, sino el grado de involucramiento que sientes respecto a las decisiones del camino. Los fracasos se sienten distinto cuando tú elegiste conscientemente en cada una de las bifurcaciones, y así también los triunfos:

No es lo mismo cuando ganas un combate que nunca quisiste pelear, a cuando lo imaginaste, lo preparaste y lo emprendiste conscientemente.

Estoy insinuando que tenemos un animal en busca de sentido dentro nuestro. Podríamos decir que nosotros somos ese animal, al menos en parte.

El punto central aquí, ante el desafío de decidir entre dos caminos, ante una experiencia emocional invade completamente y ante un escenario amenazante e incierto, siempre subyace la necesidad del sentido, y muchas veces, para muchos de nosotros, los imperativos sociales no son suficientes y nos quedamos con un vacío que llenar.

Nuestra crianza y luego los ambientes sociales en los que vivimos, imprimen en nosotros una trayectoria que debemos mirar en detalle para decidir por nosotros mismos qué queremos, hacia donde queremos ir, qué queremos cultivar en nosotros mismos y en los ambientes en que convivimos. La fórmula “estudio, trabajo, auto, matrimonio, hijos, casa, jubilación, nietos” es una secuencia que suele carecer de sentidos profundos, y quizás por eso cada generación pierde seguidores. Nos enfrentamos a un desafío propio de nuestros tiempos: inventar nuevas trayectorias, las nuestras.

Cuando cuento estas pequeñas vivencias, lo hago para mostrarte que cuando sucedieron, yo no las pensé ni  las provoqué a voluntad.  Me entrené para eso para que por la acumulación de práctica, brotaran cuando ellas decidieran. El entrenamiento consiste en miles de horas de reflexión, conversaciones, lecturas y ejercicios.

La meditación tiene un lugar central en esto, desde mi perspectiva, sobre todo respecto a lograr ser el testigo consciente de tus propios pensamientos y emociones.

No basta con solo pensar qué queremos: tenemos que cultivarlo a través de experiencias, tenemos que darle cuerpo al nuevo sentido que queremos imprimir a nuestra vida,

Tenemos que entrenar ese animal, porque ese animal va a perseguir lo que ha aprendido a perseguir, no lo que nuestras ideas –por muy geniales que sean- quieran. Sobre todo frente a las situaciones críticas, inesperadas, que es donde más quisiéramos tomar decisiones a favor del sentido de vida que deseamos, sobre todo frente a esas circunstancias, el animal seguirá lo que más peso tiene en tu experiencia vivida: lo que está en tu cuerpo, no en tus ideas.

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