CORRIENDO ENTRE LA ZARZAMORA

Estábamos paseando por el costado del estero. El pequeño tenía en ese entonces unos 5 años, y corría libremente por los senderos. Su madre lo conocía y por eso no le espantaba el hecho de que se trataba de estrechos senderos que serpenteaban entre enormes matas de zarzamora. La zarzamora es una enredadera llena de espinas, que cubre enormes extensiones de terreno sin permiso y que una vez al año, será acaso por un mes, regala su exquisito fruto. Es un regalo, sí, pero sus espinas no colaboran en la tarea de la recolección.

Ese día me tomó un rato aceptar la respetuosa relación del niño con la zarzamora y de la zarzamora con el niño. A mí, las matas me pinchaban y me retenían cada diez pasos. El niño corría libre de ataduras. Para mí, las espinas eran una amenaza constante, mientras que para el niño, eran prácticamente invisibles.

La zarzamora tiene que ver con la meditación. Les he compartido algunos comentarios sobre el valor de la meditación en relación a la ansiedad, y también he esbozado una perspectiva más existencial de la práctica, concibiéndola como la búsqueda de nuestra verdadera identidad. Enfoquemos ahora el espacio intermedio entre esos dos puntos, entre las espinas.

Podemos entender la personalidad como el resultado actual de nuestras tendencias genéticas y nuestros aprendizajes ambientales y culturales. No nos detengamos a distinguir entre ambas fuentes de influencia, más bien consideremos cómo conocer y relacionarnos sanamente con nuestra personalidad. Esto implica que no siempre logramos conocernos ni relacionarnos positivamente con nuestra personalidad, o en otras palabras, con nosotros mismos.

“Conócete a ti mismo”

Ésta es, probablemente, la  frase más frecuente de encontrar cuando nos adentramos en el mundo del desarrollo personal y la meditación, y se puede entender desde distintos puntos de vista. Uno de ellos, muy importante, es la perspectiva reflexiva.

Podemos entender esta dimensión del auto-conocimiento como la práctica de establecer una conversación con nosotros mismos, acerca de nosotros mismos, de los demás y del mundo. Este diálogo se establece en palabras, pero puede enriquecerse enormemente cuando integramos herramientas de expresión emocional, como lo son las artes en general, ya sea la música, la pintura, el dibujo, el teatro o la danza, entre muchas posibilidades.

Si bien la reflexión es siempre con uno mismo, siempre necesita ser nutrida además por conversaciones con otros. La psicoterapia, podríamos decir, se ocupa de esa necesidad. Es el oficio de enriquecer el proceso de auto-conocimiento de los consultantes a través de conversaciones dentro de un encuadre terapéutico. Hay mucho que profundizar sobre esto, pero centrémonos nuevamente en la meditación.

La otra dimensión del “conócete a ti mismo” que no es verbal ni dialógica, aunque está íntimamente relacionada: es la dimensión contemplativa,  el terreno de la meditación. Desde esta perspectiva, la práctica no es una conversación propiamente tal; es la observación imparcial de nosotros mismos. Digamos, para suavizarlo, que es un camino hacia la observación imparcial de nosotros mismos. ¿Qué es eso de imparcial? Se trata de llegar a observar nuestros pensamientos, emociones y actitudes, sin imponer juicios de por medio, sin opinar si nos gustan o no nos gustan, si están bien o están mal. Es el ejercicio de la aceptación incondicional de nosotros mismos.

Cuando meditamos, en general comenzamos en medio de una nube de sensaciones, ideas, recuerdos y creencias que nos ponen intranquilos. Después de algunos minutos, a veces más, a veces menos, es como si la nube decantara, y todas las interferencias se pusieran en fila, una tras otra, para intentar cada una captar tu atención.

Pero la metáfora de la nube es muy amable y no le hace justicia a la experiencia real, por eso te traje la zarzamora. En general, no nos sentimos en un sendero en el cual podemos correr libremente. Nos sentimos, más bien, enganchados de todos lados, capturados por las espinas de nuestros temores, de nuestras preocupaciones, de nuestros dolores. Es natural que así sea, pues nuestra biología es una especialista en mantenernos alerta para defendernos de los peligros que nos asechan, aunque muchas veces-  eso descubriremos en la meditación –algunos ni nos asechan ni son verdaderos peligros.

 Cuando insistes en tu práctica, y te liberas serenamente de las espinas , poco a poco llegas a “un lugar” donde esos estímulos internos y externos tienen cada vez menos poder sobre ti y tus emociones… comienzas a descubrir el sendero de la meditación.

La imagen del niño aquí es muy explicativa, porque en nuestra infancia podemos “ser” libremente, sobre todo durante nuestros juegos. El estado de consciencia en el que entramos al jugar, siempre que juguemos, es muy especial, y es similar al estado de la meditación en varios sentidos, y diferente en otros.

Es similar, porque experimentas una serena libertad de tus circunstancias concretas y porque cuando vuelves a la “consciencia ordinaria”, te sientes aliviado, como con menos pesos sobre los hombros. Los niños lo viven todo el tiempo, pero no son conscientes de ello. Viven en una inocencia que poco a poco se pierde al ganar consciencia de la realidad en la que viven. Por eso pueden correr libremente aun en medio de la espinosa realidad. No es que no sufran, es que cuando corren, no ven las espinas. Es como cuando corres escalera abajo. Si intentas elegir exactamente donde pisar, seguro te tropiezas y terminas mal. Pero si dejas a tu cuerpo hacerlo, sin intervención de tu consciencia, lo hará mucho mejor. Los niños operan mucho más que nosotros, en esa dimensión.

Es tentador pensar que entonces los niños “son más libres” o “lo hacen mejor”. Los niños son libres de las limitaciones sociales que aun no aprenden, pero no son más libres que nosotros en un sentido existencial. El punto central aquí, es la consciencia. Nosotros sí vemos la zarzamora, ya vivimos los rasguños, las heridas, tenemos las cicatrices, y con todo  eso decidimos, más o menos conscientes, caminar adelante. Tiene que ver con que también hemos disfrutado de sus dulces frutos.

El terreno de la meditación es la zarzamora. La zarzamora es nuestra vida, nuestra humanidad personal, con sus espinas y sus frutos. Los niños viven en la inocencia y recorren sus posibilidades jugando y corriendo sin miedo, mientras que nosotros hemos ganado consciencia del dolor y el peligro, y eso a veces  nos inmoviliza y nos llena de fantasías deseables e indeseables con respecto a nosotros mismos y el mundo.

La meditación es volver a encontrar el sendero, el mismo en el que jugabas en tu infancia, y recorrerlo conscientemente, para aprender a verlo tal como es. Para encontrarte nuevamente con las mismas espinas, pero desde una perspectiva diferente, más amplia, y desde una emoción diferente: la serenidad.

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